“Hubo en una pequeña ciudad de china, un pintor que encontró la inspiración en una mujer que cada noche se le aparecía en sueños para susurrarle cuadros al oído.
¿Será un espíritu no renacido? Se preguntaba el artista sobre el origen de esta milagrosa inspiración.
Es por esto que dudaba muchas veces antes de plasmar su retrato sobre los lienzos de lino, preocupado por estar robando un trozo de su alma en cada cuadro, y que nunca pudiese renacer como mujer.
Una noche, el pintor soñó que su musa le susurraba al oído la manera de hacer que renaciese en su mundo, pero al despertar prefirió olvidar la fórmula, temeroso de que si su alma volviese a nacer acabaría abandonándolo.
Cuadro tras cuadro, el pintor descubrió que quien en realidad perdía parte de su alma, era él. Al no permitir que su musa escapase de la cárcel de sus obras para convertirse en real.
Poco a poco, sus trazos comenzaron a tomar vida propia siguiendo el dictado de los susurros de ella desde el lienzo. La mirada de su musa se volvió apremiante en su obra, y por más que lo intentase, no podía pintar un cuadro en el que ella no le mirase suplicante por salir.
El pintor ganó fama y dinero gracias a su la intensidad de sus obras, pero cada vez le costaba más pintar y soportar la mirada de su musa.
Un día decidió dejar de pintarla.
Probó a pintar otras cosas que le inspirasen, otras mujeres… muchas. Barcos que nunca llegaban al puerto porque siempre navegaban sobre el fondo de un azul eterno, rosas rojas que querían ser bonitas, pero pinchaban al tocarse, besos invisibles en cada mirada que dibujaba.
Pero no podía dejar de pensar en ella y preguntarse si no sería mejor renunciar a la inspiración y dejar que ella renaciese.
Un día se acercó a un lienzo en blanco y decidió hablar con ella, pincelada a pincelada la dibujó, color tras color. Cuando su rostro estuvo acabado, la miró y sacrificó su mejor don por la libertad de ella.
Susurró las palabras que ella le decía en sueños, y el cuadro tomó vida y le miró.
- ¿Por qué has tardado tanto en liberarme? -. Le dijo ella.
- Porque tengo miedo de que al hacerlo, te vuelvas real y nunca vuelvas a estar en uno de mis cuadros-. Respondió él.
- Y sin embargo, al final lo has hecho, no lo entiendo.
- Yo tampoco lo entiendo, supongo que al final he preferido escuchar tus súplicas de que te liberase.
- Pero yo no soy más que una de tus obras, un sueño que nace de tu cabeza, y digo lo que quieres escuchar ¿No te das cuenta? Todo este tiempo has estado reflejando en mí lo que querías que dijese. Sin embargo, ahora que has dicho las palabras, me he convertido en real y tienes que descubrir el origen de tus sueños. ¿Por qué sueñas conmigo y me pintas? Tal vez debajo de la musa se esconde algo más que tienes miedo
a descubrir.
- Sólo tengo miedo de que seas eso, un sueño.
- Pues ahora has provocado el momento de que se revele la verdad oculta tras mi imagen, y ya no hay marcha atrás...
Y la musa, arrancando sus brazos del lienzo, cogió las manos del pintor entre las suyas y lo arrastró hasta él. El pintor, temeroso de dejarse dominar por un sentimiento que desconocía intentó escaparse de ellas, pero ella le miró y suplicante le dijo:
- ¿Puedes darme un abrazo?
Y el pintor se acercó hasta ella y le abrazó, y en ese abrazo descubrió que todos los sueños nacen del anhelo de uno mismo, pero forman parte de algo mayor, de un mismo sueño del que formamos parte todos. Y mirando a la musa, se sorprendió de ver en ella el mismo sueño que antes tenía, con más color, más belleza y mucha más vida.
Descubrió una nueva mujer, real, con más intensidad de la que pudiese soñar. Y se sorprendió al saber que siempre supo que ella estaba allí, y que había preferido soñar con ella que dejar que ella le robase el alma en ese abrazo.”
Relato y pintura de Federico C., Zaragoza.